El lamentable espectáculo ofrecido por el alcalde de la capital de España, en su eterna aspiración de suceder al vencido, incluso antes de la batalla, no es sino el lógico resultado de un sistema de partidos en el que prima más el puesto que lo que el político piensa hacer en él. No de otra manera puede entenderse que una persona que acaba de ser elegido ¡alcalde de Madrid! se sienta "derrotado" por no ir en unas listas al Congreso de los Diputados. No es criticable la ambición aireada por el señor Gallardón. Es legítima. Lo que no es de recibo es que, con la que está cayendo en España, no demuestre ni el más mínimo atisbo de sacrificio por su partido y por su patria. No es de recibo que anteponga su ambición personal al proyecto de España que el PP representa. Con su amago de retirada de la política ¡por no ir en unas listas siendo alcalde de Madrid!, con su contínua estrategia de guiñar el ojo al enemigo político para situar a sus compañeros de partido fuera del tablero de la modernidad, es tentador pensar que algunos tienen más vocación de servicio hacia ellos mismos que hacia las personas que, en teoría, representan.
Muchas personas se parten dialécticamente la cara en defensa de la Libertad, de la nación española y de la democracia. En los bares, en las cafeterías, en las peluquerías, en el trabajo. Y lo hacen anónima y desinteresadamente, sin la protección de un puesto en el congreso o en el ayuntamiento de turno, arriesgando una mala contestación, una enemistad, o incluso un despido, que de todo hay en la viña del sectarismo izquierdista. ¿Qué respeto se le ha mostrado a esa gente que da la cara por sus ideas y valores? Si el alcalde de Madrid llora no ir en unas listas en lugar de sentirse privilegiado por ocupar uno de los puestos más relevantes de la política española, desde donde servir a los intereses de los ciudadanos, ¿qué ha de hacer aquél que se bate todos los diás anónimamente en las calles en defensa del mismo partido que dice el alcalde representar?
La ambición en política no sólo es legítima, sino que es moneda común. Cuestión diferente es que esa ambición acabe fagocitando incluso al personaje, haciéndole olvidar que la política debe ser siempre una vocación de servicio al ciudadano, y nunca una profesión al servicio del ego personal, o del poder. No quisiéramos muchos tener esa convicción del personaje, pero no nos toca a nosotros demostrar lo contrario.
A veces, la reacción en la derrota es más clarificadora aún que la gestión de la victoria. De la gestión de una derrota se extraen conclusiones muy esclarecedoras de las verdaderas intenciones y valía del aspirante. Si cae derrotado, lo asume, elogia al contrario, y se pone al servicio del compañero victorioso, no sólo no habrá perdido el futuro, sino que muy probablemente lo habrá ganado. Si por el contrario, no asume la derrota y grita a los vientos que "el árbitro estaba comprado", ya sólo podrá aspirar a ser considerado un recuerdo grato de lo que pudo ser y no fué.
En última instancia, breve es el tiempo que ha de transcurrir desde la derrota para ofrecer la imagen de buen perdedor. Tan breve como la excelente oportunidad, siguiendo el símil futbolístico, de redirmirse en el partido decisivo, en la final, mostrando a todo el mundo que, a pesar de calentar banquillo, siempre será fiel a la camiseta que defiende, y, respondiendo a quien le pregunte insistentemente por su suplencia (generalmente la prensa del equipo contrario, en la eterna estrategia de desestabilizar el banquillo del rival) aquello de: "lo primero es que el equipo gane, a mí sólo me toca seguir trabajando duro para volver a ganar la confianza del míster". Ésa es la mejor senda para volver a la primera línea: fidelidad, trabajar en silencio, esperar tu oportunidad, y saber aprovecharla. Sacrificio y mérito.
Los impulsivos, aquellos que vociferan ante la suplencia en el partido decisivo, que critican al compañero que ocupa su hipotético lugar en el campo, acaban siendo mal vistos en el propio vestuario, generan inestabilidad, y acaban siendo, por norma general, el principio del fin de los grandes equipos. Por el contrario, los pacientes, los que a pesar de todo apoyan al equipo ante una final decisiva, los listos, acaban entrando con fuerza, algún día, en la lista de titulares.
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