No hay nación más grande que aquella que no te pide nada a cambio para pertenecer a ella. En este sentido, la nación ha de ser un oasis de Libertad, siendo éste el principal valor que germina en la unidad de sus gentes en torno a la idea de ciudadanía. Si el concepto de nación se "disfraza" de "obligaciones morales" se convierte, indefectiblemente, en un concepto opresor, intolerante y liberticida. Y eso y no otra cosa diferencia el patriotismo del nacionalismo: el uno defiende el legítimo orgullo por lo cercano, pero sin desatender el principio de Libertad, de ciudadanía, anterior y superior a la nación misma; el otro, exprime la diferencia, la exigencia de patrones que todos debemos cumplir si queremos ser etiquetados como "buenos gallegos", por ejemplo.
Para el triunfo de la filosofía nacionalista, la coacción moral se hace obligatoria, y se resume en una frase tristemente escuchada actualmente en Galicia, y que rezuma totalitarismo: "vivamos como gallegos". A esta desafortunada frase cabría oponer otra que reflejara al individuo, al ciudadano, por encima de la tribu y que sería más acorde con lo que hoy representa una nación como España: vivamos como hombres libres, sin ataduras ni etiquetas.
Conviene desgajar de la idea nacionalista la idea de amor a lo propio, a lo cercano. Estúpido sería no sentirse cercano al lugar donde has nacido y crecido. Pero de ahí a pretender hacer de eso una especie de totem mitológico que ha de guiar nuestra vida hay un abismo tras el que se esconde el odio, la intolerancia y el totalitarismo. La idea de nación entendida bajo la vieja premisa, territorio, lengua y sangre, es, digámoslo con claridad, una aberración, una ideología llena de odio, de negatividad, y cuyos resultados han sido evidentes a lo largo de la historia.
El concepto nacionalista de nación o país necesita para sobrevivir de la ausencia de Libertad. Se trata de una visión homogeneizante de la sociedad, purista, racista incluso. A menudo escucharemos a los dirigentes nacionalistas frases como: galicia para los gallegos, lengua propia, cultura propia, incluso "pensamientos" propios. Su mensaje tratará siempre de establecer cánones de buen gallego, buen vasco o buen catalán. Ellos dictarán qué se puede hacer y qué no se puede hacer, qué autores se pueden leer y cuáles han de ser silenciados. Todo individuo independiente es sospechoso de no ser "de los nuestros", de ser un traidor. Poco importa lo que diga, el talento que tenga: lo primero es el filtro de la tribu, de la lengua, de la cultura única.
Toda la idea del nacionalismo descansa en la negación del individuo como ciudadano libre. Libre de usar la lengua que le plazca, de sentirse como le venga en gana, y de elegir libremente sus opciones políticas. Es evidente que ningún nacionalismo sobrevive sin opresión. Ejemplos en el norte de España, nos sobran por desgracia. Pero, para aquellos que basan la organización política y social de un estado en el pragmatismo, para aquellos que piensan que es mejor "remar" para casa y mirar hacia otro lado cuando toca ser solidario, para aquellos que creen que se debe preocupar exclusivamente de lo de casa y obviar y aún vilipendiar a los demás, para todos ellos, el nacionalismo ha demostrado, también en eso, un fracaso total.
A lo largo de la historia hemos visto que el auténtico progreso económico y social se ha basado en la cooperación, en el mercado, en la Libertad, en la confianza. A la larga, el nacionalismo hace de sus territorios una isla económica, más preocupada por no "perder su identidad nacional" que por abrirse al mundo y progresar junto con otros territorios. Tiende al aislacionismo, a la autopromoción (otra vez de moda en Galicia), a sacralizar los productos autóctonos aún cuando existan otros mejores y más baratos, a poner trabas a los productos de "fuera" con etiquetados o campañas públicas orientadas a la subvención de lo propio, aún cuando sea ineficiente. En definitiva, el nacionalismo, más temprano que tarde, desemboca en decadencia no sólo social, sino también (y acaso como consecuencia de la anterior) económica.
Toca, pues, defender, una vez más, lo obvio: la Libertad y la cooperación en forma de afecto, de unidad, de apertura, de progreso. Toca reivindicar un concepto de nación cuyos cimientos se basen en dos premisas: Libertad y Justicia. No hay más nación que la que nos permite ejercer una ciudadanía libre, la que nos permite movernos y sentirnos en igualdad de oportunidades, la que nos permite ser tratados en igualdad jurídica para los mismos supuestos, la que nos garantiza derechos individuales inalienables como la vida, la libre elección de nuestra conducta moral, de nuestra educación, de nuestra manera de expresarnos, de nuestra lengua. Una nación que, lejos de excluír el legítimo amor hacia lo que nos es más cercano, lo potencia sobre la base de que, precisamente la suma de todo ello, tiene como resultante algo más grande, que nos permite vivir más libremente, y más cómodamente. Hoy, esta nación de Libertad, de Igualdad ante la Ley, de respeto a los demás, a su diversidad, y de solidaridad entre sus gentes, tiene un claro nombre y es necesario reivindicarla: España.
jueves, 27 de diciembre de 2007
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