martes, 11 de marzo de 2008
Tiempos de capote y espada
Imaginemos dos tipos de toreros. El uno, preocupado por la lidia técnica, tradicional, por el arte del toreo, el purista, el que entiende la lidia como una manera de vivir, de sentir, una manera de tratar el toreo honrada, humilde, de espectáculo estético y espiritual, un torero de magia, de duende, de arte. El otro, un torero mediático, más preocupado por el espectáculo, por el papel cuché, y por dar volteretas, mostrando arrojo ficticio, sin respeto a las normas, a las reglas, a la tradición. Un torero que busca el aplauso fácil, que potencia una visión circense de la Fiesta Nacional, que para él ni es fiesta (sino negocio) ni es nacional. Las parroquias de cada torero, como es lógico, son diametralmente opuestas. Mientras unos esperan pacientemente la faena mítica, la culminación del arte de domar a la bestia sin olvidar la tradición, la técnica, la honradez, y el respeto al adversario animal, los otros se reúnen para ver al torero que sale con fulanita, y las unas le tiran sujetadores, y los otros le aclaman cuando salta encima del toro o besa sus pitones. Mientras los puristas valoran cómo el torero de arte se arrima, y se juega la vida en cada pase, cruzándose con el astado en el medio de la plaza, desmayando los pases, y mirando fijamente a los ojos de la bestia, el resto valora el ficticio juego circense, creyendo de buena fe que el bombero "torero" arriesga su vida, cuando en realidad ni se cruza, ni se arrima, ni corre más riesgos que cualquiera de nosotros al ponerse delante de semejante fuerza de la naturaleza. A ambos se les presupone valor, pero uno suma tradición y respeto a la lidia, y el otro se conforma con el coraje, y lo explota. En definitiva, el uno arrima la Verdad al coso y el otro la Propaganda. Y la parroquia del "Niño de la Verdad" cree en la faena soñada, aspira a engrandecer la fiesta y a mejorarla desde el respeto a la tradición, al arte, a la libertad. Pero sistemáticamente, a pesar de su fidelidad, a pesar de seguir al torero por toda España y pagar religiosamente sus entradas, ve cómo su matador se arruga cada vez que comparte cartel con nuestro torero circense. Lejos de sacar su arte para dejar bien a las claras las diferencias en el toreo de uno y otro matador, nuestro torero purista trata patéticamente de dar volteretas para atraerse a parte del público contrario, para mendigar una oreja, cuando desplegando su arte podría salir por la puerta grande. Y una y otra vez, la parroquia marcha cabizbaja a la espera de la faena soñada, pero sin perder un ápice de esperanza, pues cree y creerá siempre en la lidia verdadera. Y espera paciente, llenando la mitad de las plazas, a que nuestro torero despierte, se plante en el medio de la plaza, y despliege todo el toreo que lleva dentro. Y en esta hora incierta, en la que las plazas adoran al "torero de revista", se hace más necesario que nunca afianzar a la propia parroquia. Es hora de arrimarse, trincar el capote, echarse al ruedo y dejarse el alma en cada pase, en cada suerte, desmayando la muñeca, con los ojos vueltos, en trance, desnudando el alma, dejando a las claras que, para engrandecer el toreo, hace falta mucho más que cotilleos, volteretas y escándalos. Es hora de fajarse, de cruzarse con el animal y envolverlo, llevarlo, domarlo, y salir por la puerta grande. Es hora de dejar a un lado estadísticas, escalafones, sondeos de pañuelos blancos. Es hora de responder a esa parroquia que, año tras año, paga sus entradas en la confianza de la faena perfecta y se ha venido conformando con algún atisbo de clase, con algún natural, con alguna chicuelina. Porque el día que eso ocurra, no será la mitad de la plaza la que saque los pañuelos blancos, sino la inmensa mayoría del respetable. Así que, si quiera sea por la Libertad y por la Fiesta, maestro: ¡Suerte y al toro!
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